LEMAGARODS

 Hace tanto frío que no quiero moverme. Es el frío de una casa que lleva

mucho tiempo vacía. Caigo en la cuenta de que, si dormí en mi cama, mi

madre debió haber dormido en el sillón. Me da angustia y vergüenza. Me

levanto rápido. Abro la persiana de la habitación. El sol de la mañana me

lastima, incluso este sol deprimido. Antes de salir de la habitación voy al

baño, me siento a orinar, necesito bañarme para sacarme la modorra. 


El pintalabios tiene el color de la salud: me veo rozagante, no maquillada.

Mi madre no está en el sillón ni en la cocina. Tampoco en la terraza.

Resoplo. Maldito juego lunático.

—¿Mamá?

Sin respuesta.

Abro la nevera, ya no queda casi nada. Hace ocho días parecía un

búnker de guerra, hoy soy digna de Cáritas. Quizá mi madre bajó al

almacén a buscar provisiones.


Detrás de la foto no hay fecha, pero hay una nota escrita en una

letra que no identifico: «Fíjate, son como botellas. Elige una o dos cosas (no

cinco, ni diez, ni mil) para ponerles adentro, en la cabeza. Deben ser cosas

que puedan viajar largo sin que se pudran.


¿Qué pasó, entonces? ¿El plan falló? ¿El plan funcionó? ¿El

plan era este? Quiero esperar a mi madre y mostrarle la foto. Pero ya son

casi las once. Abro la caja de las cocadas y me como una, apurada, y luego

otra. Corro a lavarme los dientes. Me encimo una bufanda y la chaqueta, y

salgo al pasillo, que está helado. Respiro hondo y pido el ascensor.


Erika asiente. Dice que hace varios días empezó a detectar cosas

extrañas provenientes de mi departamento.

—Cosas extrañas —repito. O pregunto. No se entiende.

—Querida —dice Carla, ya sentada—, no podés interrumpir.

No quiero interrumpir, quiero romperlo todo.

—Disculpa —contesto—, pero así dicho puede significar cualquier

cosa: desde una secta satánica hasta tráfico de órganos.

—No es gracioso —dice Erika. Su boca es una mueca de asco, como si

hubiese estado años imitando el gesto de querer vomitar.



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